lunes, 12 de febrero de 2024

#DíaDeDarwin El creacionista honesto: el caso de Darwin

El título tal vez parecerá una broma para quienes hayan tenido el disgusto de "debatir" con creacionistas. Ya sea que lo hayan hecho desde la computadora o frente a su puerta con un par de misioneras de faldas largas, las estrategias y argumentos creacionistas siguen siendo, en esencia, los mismos que antes que apareciera la teoría de la selección natural en el terreno científico. Sí, desde antes ya eran básicamente los mismos argumentos. Charles Darwin los había adoptado de la teología natural durante su juventud, Jean-Baptiste de Lamarck los había combatido en su Filosofía zoológica (1809) y David Hume los había cuestionado en sus Diálogos sobre la religión natural (1779), y así podríamos seguir retrocediendo en la historia, encontrándonos con eruditos tratados de filosofía y teología (entre más atrás en el tiempo, más indistinguible se vuelve un campo del otro) que ya hablan de los organismos como máquinas. Y si son máquinas, no pueden haberse creado a sí mismas, según nuestra propia experiencia en creación de máquinas. Por lo tanto, alguien las tuvo que haber creado, y dada la cantidad y "perfección" en el funcionamiento y lugar que ocupan en el mundo, sería innegable que ese "alguien" es de una inteligencia sobrehumana. Ese "alguien" lo llamamos Dios, por lo tanto, Dios existe.

¿Cómo podríamos pensar que alguien intelectualmente honesto (consigo mismo y con los demás) podría seguir creyendo en la validez de este tipo de razonamientos después de, entre tantos otros, Hume, Lamarck y sobre todo Darwin? Tal vez, se podría argumentar, los creacionistas actuales no son conscientes de la historia del creacionismo. Hay que tener en cuenta que por "creacionismo" nos podemos estar refiriendo a toda una ontología (o visión del mundo), una pseudociencia (o la forma más conocida de negacionismo de la ciencia) o a un conjunto de argumentos, y aunque están relacionados entre sí, no siempre es fácil de diferenciar una de otra. 

Pero eso no parece tan convincente. Por ejemplo, el teólogo (que no filósofo, no me cansaré de repetirlo) William Lane Craig asegura que el problema con el diseño inteligente es que algunos, como los proponentes del creacionismo del diseño inteligente mismo, piensan en éste como una hipótesis o teoría alternativa a la ciencia, cuando en realidad se trataría de una "inferencia filosófica". No hay que olvidar que Craig en el pasado también ha defendido el diseño inteligente, admitiendo primero que no sabe "si una inferencia de diseño en el campo de la biología está justificada", pero al menos sabe que "los argumentos típicos contra el Diseño Inteligente son, en el mejor de los casos, no concluyentes o, en el peor, falaces". Craig no es un creacionista que ignore la historia del creacionismo (ni la de la biología evolutiva), pero aún así, mantiene un razonamiento prácticamente indistinguible de los manejados por los creacionistas antes y después de Darwin (eso sí, más sofisticado que la mayoría de ellos).

Buscar un creacionista intelectualmente honesto puede ser difícil por definición. Los creacionistas ya están casados con una convicción ("en el inicio, Dios creó") que defienden a pesar de los hechos que la contradicen. Desde luego, un creacionista razona más que solo una sencilla convicción, también es capaz de entender y defender una visión completa del mundo que gira alrededor de esa convicción. Es ahí donde observamos que el creacionismo es una teoría ontológica que presupone la creación del mundo natural de la nada, a partir de fuerzas (o una entidad) sobrenatural consciente, que dota a su creación de propósito o función; y si esto es así, sería lógico pensar que hay pruebas tangibles de dicha creación y que, por tanto, el enorme edificio de la evolución biológica que (aunque no niega) prescinde de tales supuestos sea erróneo, no por existan pruebas que lo refuten, sino por el hecho de que debe salvarse esos supuestos a toda costa.

Si lo importante es salvar la creencia en lugar de encontrar qué es exactamente lo que sabemos sobre los mecanismos detrás del origen de la asombrosa biodiversidad, ¿cómo plantearse que habría un creacionista que debatiera honestamente? Para encontrar a un creacionista honesto, deberíamos ser capaces de encontrar a uno que está dispuesto a aceptar que, tal vez, su visión del mundo no está tan sólidamente basada en el mundo real. Esto descarta a creacionistas tan célebres, como Ken Ham, que al final de su célebre "debate" con Bill Nye en 2014 reconoció que nada le haría cambiar de opinión respecto al creacionismo de la Tierra joven que defiende. Tal vez es cierto que la visión del mundo es diferente de la teoría pseudocientífica que se defiende con argumentos que todos llamamos "creacionismo", pero no pueden mirarse por separado las dos últimas sin la primera. Tal vez, entonces, la búsqueda de un creacionista honesto pueda arrojar algún resultado si nos alejamos de aquellos que defienden la teoría creacionista, y nos concentramos en aquellos que, si bien sostienen que "Dios creó", no afirman que esto está demostrado o que es demostrable para empezar.

Creacionistas así han existido, y la historia tiene un ejemplo maravilloso: el de Charles Robert Darwin, padre de la biología evolutiva moderna. En efecto, Darwin alguna vez fue un convencido de la creación de Dios y las pruebas de su existencia en la naturaleza, al punto que, durante su célebre viaje alrededor del mundo en el Beagle, algunos de los marineros que lo acompañaban se burlaban y se aburrían de sus charlas sobre teología, aunque fueran tan creyentes como el joven naturalista. 

Pero Darwin estaba sinceramente abierto a mirar lo que el mundo podía mostrarle, haciendo minuciosas investigaciones de lo que hoy identificamos como geología, antropología, paleontología, anatomía comparada, botánica, entomología, biología marina, zoología y zootecnia, sin conformarse con explicaciones mundanas. En Viaje de un naturalista alrededor del mundo (1839) encontramos un ejemplo del joven Darwin, que aún habría sido creacionista en ese momento, quejándose de la apatía y la falta de interés de los chilenos por comprender su mundo:

El estudio geológico a que yo me dedicaba chocaba mucho a los chilenos; y estaban convencidos hasta la saciedad de que lo que yo buscaba eran minas. No dejaba esto de causarme algunas incomodidades, y por eso para desembarazarme de los curiosos había adoptado la costumbre de responder a sus preguntas con otras preguntas. Les decía yo que ¿cómo era que ellos, habitantes del país, no estudiaban la causa de los terremotos y de los volcanes? ¿Por qué ciertos manantiales eran calientes y otros fríos? ¿Por qué había montañas en Chile, y ni una colina en La Plata? Estas sencillas preguntas dejaban con la boca abierta al mayor número, y no faltaban personas (como todavía las hay en Inglaterra, que viven un siglo atrasados) que miraban estos estudios como inútiles e impíos: Dios ha hecho las montañas tales como las vemos, y eso debe bastarnos.

Los creacionistas de nuestros tiempos (cuya mentalidad sigue siendo idéntica a la de estas personas de la cuarta década de 1800) consideran que Dios es una causa evidente y una respuesta a cualquier pregunta que presuponga un grado de complejidad similar a las que planteaba Darwin ya en esos entonces. Puede que las publicaciones creacionistas citen datos actualizados de distintas ciencias (principalmente en términos descriptivos, para evidenciar que la vida, el universo o el ser humano son demasiado maravillosos), pero lo que realmente importa es que su argumento llegue a convencer a sus lectores que tales complejidades son prueba de la intervención divina o del diseño inteligente en la naturaleza, no una búsqueda de mecanismos que operan para causar esa complejidad y ciertamente tampoco buscan la creación de teorías o modelos contrastables y consistentes con otros ya contrastados en ciencia. Al final, es la misma actitud de esas personas que, hacia 1830's Darwin describía como "personas que viven un siglo atrasados".

La honestidad intelectual de Darwin no solo haría que se cuestionara las teorías naturalistas de su época, sino también los principios sobre los que descansaba la civilización victoriana. Es bien sabido que Darwin era una mente considerada progresista para su tiempo, bastante incómodo para los colonialistas más rancios de su nación. En su mismo Viaje de un naturalista, Darwin expresaba su rechazo hacia el esclavismo y notaba los males del colonialismo:

Donde quiera que el europeo endereza sus pasos parece que persigue la muerte a los indígenas. Consideremos, por ejemplo, las dos Américas, la Polinesia, el Cabo de Buena Esperanza y Australia: en todas partes observamos el mismo resultado. Y es sólo el hombre blanco el que desempeña este papel destructor: los polinesios de procedencia malasia han arrastrado también entre sí a los indígenas de piel más negra, en ciertos puntos del archipiélago de las Indias orientales. Las variedades humanas parece que reaccionan más sobre otras de la misma manera que las diferentes especies animales, destruyendo siempre el más fuerte al más débil. No dejó de producirme tristeza oir en Nueva Zelanda a los más importantes indígenas que estaban convencidos de que sus hijos no tardarían en desaparecer de la superficie de la tierra. No hay nadie que no haya oído hablar de la inexplicable disminución de la población indígena tan hermosa y tan sana de la isla de Taití desde la época del viaje del capitán Kook; allí debería, por el contrario haberse visto un aumento de población; porque el infanticidio, que antes reinaba con intensidad extraordinaria, ha desaparecido casi por completo, y no son tan malas las costumbres, y las guerras se han hecho mucho menos frecuentes.

El reverendo Williams sostiene en su interesante obra [Narration of Missionary Enterprise] que, dondequiera que los indígenas y europeos se encuentran, <<se producen invariablemente fiebres, disenterías, o algunas otras enfermedades que se llevan a una porción de gentes>>. Y añade: <<hay un hecho cierto y que no tiene respuesta, y es: que la mayor parte de las enfermedades que han reinado en las islas durante mi residencia han sido importadas por los barcos; y lo que hace todavía más notable este hecho es que no podía comprobarse ninguna enfermedad en la tripulación del barco origen de estas terribles epidemias>>. No es tan extraordinaria esta observación como a primera vista podría parecer; puesto que puede citarse muchos casos de fiebres terribles que se han declarado sin que hayan sentido sus efectos los mismos que han sido causa de ellas.

Claro está que, aunque incómodo para muchos contemporáneos suyos, el joven Darwin continuaba creyendo en un progreso ingenuo, en donde la colonización de diversos pueblos indígenas por parte del Imperio británico había sido en general positivo. En "El estado moral de Tahití", el primer artículo que Darwin publicó en coautoría con el capitán del Beagle Robert FitzRoy en South African Christian Recorder (sí, una revista cristiana), en 1836, defendía las misiones cristianas inglesas ante críticas como las del explorador ruso Otto von Kotzebue, quien aseguraba las misiones habían resultado ser más nocivas que benéficas, destruyendo culturas nativas, actuando como tapadera para ambiciones claramente colonialistas (como el robo de tierras indígenas), disfrazado todo de una progresista marcha civilizadora.

Darwin y FitzRoy, convencidos de la superioridad moral de los misioneros, escribirían que:

el apoyo constante y el semblante respetable de esos defensores del verdadero carácter de los británicos han ayudado, de manera tranquila y sin pretensiones, en gran medida al progreso de la civilización y el cristianismo incipientes.

Estos autores manejaban un presupuesto extra, además del creacionismo. Uno más importante aún, aunque suele ir de la mano con la visión cristiana del mundo: el paternalismo. Tal como escribiría Stephen Jay Gould al comentar el artículo de Darwin y FitzRoy, estos viajeros daban por hecho que los conquistadores saben lo que es bueno para los primitivos indígenas conquistados, y buscaban dejar un ejemplo por escrito al describir la presunta mejora de Tahití en sus acciones y costumbres europeizadas.

Uno pensaría que, con el tiempo y al igual que sus ideas de teología natural, Darwin cambiaría de opinión en este punto. Gould comenta que, aunque algunos hagiógrafos de Darwin así lo han querido ver, citando fragmentos por aquí y por allá, él se inclinaba a pensar que no hubo un cambio en este caso. Tal vez el creacionismo terminó descartado, así como las presuntas bondades del cristianismo civilizador, pero el paternalismo y el supremacismo permanecieron. Escribe Gould en Ocho cerditos (1994):

Lo que sí cambió, con el descurrir de su vida, fue la fórmula de su argumentación. Dejó de explicar su actitud en términos de cristianismo tradicional y obra evangelizadora. Su vehemente entusiasmo paternalista fue apaciguándose mediante una creciente comprensión (cinismo sería una palabra demasiado fuerte) de las debilidades de la naturaleza humana en todas las culturas, incluida la suya... Sin embargo, en lo que respecta al progreso cultural, su fe en la existencia de una jerarquía, con los europeos blancos situados en la cumbre y los nativos de distintos colores en el furgón de cola, no se modificó.

Los puntos de vista del colonialismo, el supremacismo, el racismo y el progreso de la civilización en Darwin es un tema controvertido (y extenso) aún en nuestro tiempo, aunque a los historiadores les queda claro que Darwin no fue diferente a otros en el sentido de que fue, al fin y al cabo, un hijo de su época. Reconocer este tipo de ideas hoy descartadas, sin embargo, no nos aleja de nuestro punto: que Darwin, prejuicios a parte, intentó siempre de ser intelectualmente honesto. Esto no es lo mismo que ser infalible (hay que recordar después de todo que buena parte sus ideas tanto naturalistas como sociales, fueron desacreditadas hace mucho tiempo), y aún así, es un mayor ejemplo de avance que del que podemos reconocer en gente como Craig o Ham. 

El creacionista honesto puede que no termine por librarse de toda la cosmovisión de la ontología creacionista en sí, que al final es parte esencial de su persona y su identidad (generalmente fueron criados así desde niños). Pero el avance se puede lograr, avanzando mucho, como Darwin lo demostró. Darwin, como creacionista honesto, abandonó el creacionismo y parte de otros prejuicios propios de su época, aunque a veces por sesgos presentistas no avanzara tanto como muchos en el siglo XXI hubiésemos querido. La clave, creo yo, se encuentra en su honestidad intelectual a la hora de cuestionarse si parte de lo que había aprendido era correcto y, si lo era, cómo podría sostenerse. 

En nuestros días sabemos que es ingenuo creer que solo con mostrar hechos y argumentos a las personas convencidas del creacionismo (o del racismo, del colonialismo, o de otras creencias irracionales) podremos cambiar algo. Los ejemplos de los creacionistas actuales con mentalidades atrasadas tres siglos demuestran que eso no basta, sino también es necesaria una actitud crítica hacia aquello que presuponen es verdad, teniendo la suficiente humildad para considerar que tal vez, y solo tal vez, podrían estar equivocados. No sé si algún día contaremos con el suficiente conocimiento para comprender este tipo de procesos de cambio de mentalidad y si, de llegar ese momento, seremos capaces de desarrollar métodos para ayudar a las personas con sus creencias irracionales (¿tal vez psicoterapia o consultorías filosóficas podrían servir?).

Por el momento, supongo, nos deberá bastar con ejemplos que brindan cierta esperanza, como Darwin. Tal vez se podría alentar a otros incluso a avanzar más de lo que Darwin avanzó en el cuestionamiento de su propia visión del mundo. 

¡¡¡FELIZ DÍA DE DARWIN!!!


Y


¡¡¡FELIZ CUMPLEAÑOS MAMÁ!!!

SI TE INTERESA ESTE TEMA

* Viaje de un naturalista alrededor del mundo (2 tomos), por Charles Darwin, Editorial Akal, 1997.

* "Containing Remarks on the Moral State of Tahiti, New Zealand", por Robert FitzRoy y Charles Darwin, en Darwin Online

* "El estado moral de Tahití... y de Darwin", por Stephen Jay Gould, en Gould esencial, compilado por Joandomènec Ros, Editorial Crítica, 2004.


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